La importancia de la Palabra de Dios - El pueblo que caminaba en tinieblas vió una gran Luz. P Toro

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Descubrir la Palabra de Dios Al relatar los primeros compases de la expansión de la Iglesia desde
Jerusalén, san Lucas nos introduce en el carruaje de un funcionario etíope, encargado de la administración del patrimonio del reino de Nubia, al sur de Egipto, que había ido a Jerusalén para adorar al Dios de Israel (cfr. Hch 8, 27-28).

Ya de regreso a su tierra, este peregrino leía a Isaías, aunque sin entender el texto del profeta.

Entonces Dios envía al diácono Felipe para que intervenga (cfr. Hch 8,26.29): «Corrió Felipe a su lado y oyó que leía al profeta Isaías.

Entonces le dijo: – ¿Entiendes lo que lees? Él respondió: –¿Cómo lo voy a entender si no me lo explica alguien?

Rogó entonces a Felipe que subiera y se sentase junto a él» (Hch 8,30-31).

El superintendente del tesoro de la reina de Etiopía se había detenido en aquellas palabras proféticas: «Como oveja fue llevado al matadero...» (Is 53,7-8).

Felipe, comenzando por este pasaje, le anunció el Evangelio de Jesús» (Hch 8,35) y, tras bautizarlo en una fuente junto al camino, lo confió a la acción misteriosa del Espíritu Santo, que le había traído hasta esta alma «sedienta de Dios, del Dios vivo» (Sal 42 [41],3).

En esta conversación, comenta San Jerónimo en una carta, Felipe muestra a su interlocutor a «Jesús que estaba oculto y como aprisionado en la letra].

La Sagrada Escritura se nos abre a los ojos del alma, a la luz del Espíritu Santo.

Porque necesitamos del auxilio divino, que nos permite conocer y amar a Dios.

Hay miradas que ven ciertas cosas, y otras que no: ante un edificio, por ejemplo, un arquitecto ve detalles que a otros les pasan desapercibidos; ante un pequeño suceso que a muchos les parece ordinario, el poeta y el artista se conmueven.

La Tradición es la mirada a la Escritura desde la fe de la Iglesia; una mirada viva, porque está guiada por el Espíritu Santo; una mirada certera, porque solo desde el seno de la Iglesia se puede comprender la Palabra de Dios en su verdadero alcance.

Como Jesús hacía con los discípulos camino de Emaús, el Espíritu Santo hace arder el corazón de la Iglesia, y de cada cristiano, mientras nos explica las Escrituras (cfr. Lc 24,32).

La Palabra de Dios es una Palabra que atraviesa los siglos –«el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35)–, y necesita de un lector que atraviese también los siglos: el Pueblo de Dios que camina en la historia.

Por eso, a fin de cuentas, decía San Hilario que «la Sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos».

2. La presencia de Cristo en la Sagrada Escritura

Jesucristo leerá en la sinagoga de Nazaret al profeta Isaías, que anuncia su llegada: «El Espíritu del Señor está sobre mí (...); me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos» (Lc 4,18).

A la vuelta de veinte siglos, la Escritura sigue hablando del presente y al presente, como esa vez
en Nazaret: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21; cfr. Is 61,1).

Cada día, y en especial cada domingo, «la Palabra de Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del Señor se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual (...).

Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos, se “entretiene” con nosotros, para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida.

Su Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente su cercanía».

En la Sagrada Escritura ningún texto se puede aislar del conjunto, que tiene su unidad en el Verbo de Dios.

«En efecto, por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua».

El Nuevo Testamento se lee por eso a la luz del Antiguo, y el Antiguo teniendo a Cristo como clave de interpretación, según la famosa fórmula de san Agustín: el Nuevo está escondido en el Antiguo, y el Antiguo se manifiesta en el Nuevo.

Escribe Santo Tomás de Aquino que el corazón de Jesús «estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura.

Pero la Escritura fue abierta después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella consideran y disciernen de qué manera deben ser interpretadas las profecías».

Por eso, cuando el Resucitado se aparece a los discípulos, escribe san Lucas que «les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras» (Lc 24,45).

Así hace también Jesús con nosotros cuando dejamos que nos acompañe en el camino de nuestra vida, por nuestra escucha atenta, por nuestra búsqueda sincera; de la mano de los santos, y de tantos hermanos en la fe, hallamos en la Escritura «la voz, el gesto, la figura amabilísima de nuestro Jesús».

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